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Reseña
Fragmento:
Todas las ventanas a las que me he asomado. No son pocas a lo largo de una vida. La mayorÃa están en Viena o en sus alrededores, pero hay otras en otros lugares. Ventanas con vistas a zonas verdes o a zonas grises, ventanas con o sin vistas al mar. La primera ventana que me viene a la mente es aquella del mirador, en el distrito tres. La dirección: Viena, tercer distrito, en el número 11 de la Keinergasse, esquina a la Hainburger Straße. Allà estaba la vivienda en la que mi conciencia despertó. Todo lo ocurrido antes, cuando tenÃa dos o tres años, queda en una profunda oscuridad.
Primero, cuando las bombas cayeron sobre Viena, yo estaba, según dicen, con mi madre en Gmünd, allá arriba, en el Waldviertel. Luego vivimos un tiempo con mi abuela en las cercanÃas del Naschmarkt. Pero eso también lo sé más por lo que me han contado que por mis propios recuerdos.
Claro que hay por ahà un par de fotos que aparecen en ocasiones en mis sueños, pero se trata de una pelÃcula llena de fotogramas negros.
Pero en este recuerdo todo es bastante luminoso: estoy de pie junto a la ventana del mirador; o no, mejor dicho, estoy arrodillado. Sobre un butacón que mi madre ha colocado allÃ. Y es probable que encima haya puesto un cojÃn adicional para mÃ.
Aquel mirador es un espacio pequeño, hecho casi a mi medida. Está en un rincón de la llamada "sala grande". En realidad no es nada grande, pero sà la más grande de la casa. Es, en realidad, la única habitación, fuera de ella nuestro piso solo cuenta con un vestÃbulo, la cocina y un gabinete. Este apartamento en el que vivo con mis padres y un gato se considera una vivienda de dos habitaciones. Pero la «segunda» habitación no está por ninguna parte. Dicen que se desplomó. Fue en los últimos dÃas de la guerra, o quizá en los primeros de la posguerra: en una noche tempestuosa, los muros, sacudidos por la bomba que cayó en el edificio de al lado, cedieron y no pudieron sostener más las vigas de carga… Pero por entonces vivÃa aquà otra gente.
En fin, que estoy arrodillado en la ventana del mirador, sobre una butaca que mi madre me ha puesto allÃ. Sobre un cojÃn, para que no me duelan las rodillas, o para que pueda alcanzar, erguido, la altura del alféizar. Apoyo los codos en el marco, el mentón acomodado en el cuenco de las manos.
Y miro hacia fuera, o más exactamente: hacia abajo, porque vivimos en el entresuelo, como lo llamaban entonces, es decir, en una planta intermedia, que no es demasiado alta, pero ofrece una mejor perspectiva que desde la planta baja.
El gato, negro salvo por una mancha blanca sobre el pecho, está echado a mi lado sobre el alféizar, y a veces siento sus bigotes rozándome la mejilla. Tenemos una vista panorámica de la plazuela de arena situada enfrente del edificio y que corta la Hainburger Straße. A la izquierda, el pavimento llega hasta la esquina, donde hay, a un lado, una taberna cuyo nombre he olvidado, y en el otro, la lavanderÃa El cisne, sobre cuya puerta cuelga, en efecto, un cartel con ese animal pintado. A la derecha, el pavimento empieza a la altura del cine Capitol, un edificio con el techo plano sobre el que se pasean las palomas.
Delante de la ventana del mirador hay un poyete de latón que, antes de la guerra, debió de llegar hasta las ventanas de la habitación siguiente. La habitación que, sin más, se desplomó y cayó en la escombrera que está ahà abajo. Y con ella se partió también un trozo del poyete, que está hacia su extremo cada vez más inclinado. Pero me dicen que no me asome demasiado hacia fuera.
(págs. 10-12)
(Sobre el primer dÃa de clases)
¿Por qué ha llorado? ¿Acaso la perspectiva de tener que pasar, a partir de ahora, la mayorÃa de las mañanas entre tantos niños era un motivo para llorar? ¿Tan lejos de los adultos, con los que, por experiencia, podÃa entenderse mucho mejor? En el fondo, probablemente, está la inseguridad sobre cómo le caerá a esos niños, la temerosa pregunta de si lo aceptarán, a él, que se siente entre ellos como un extraño, o si no lo aceptarán cuando le noten esa extrañeza.
Esa extrañeza real o presumida. Presumida en el doble sentido de la palabra. Pues lo cierto es, y será asà durante toda su vida, que él presume de esa extrañeza.
Como dirÃa después, siempre se habÃa sentido un extranjero en su propia casa. Y eso, naturalmente (por mucha dosis de verdad que haya en ese sentimiento subjetivo), es una temeridad. Esa sensación de extrañeza que quizá provenga del hecho de que sus padres no lo hayan mandado a la guarderÃa cuando estaba en edad preescolar. Tal vez todo habrÃa sido diferente si hubiera ido a la guarderÃa, como debÃa ser.
(pág. 116 y s.)
© 2016 Deuticke, Viena
© de la traducción, José AnÃbal Campos, 2016
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