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Mascha Dabic: Reibungsverluste.

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Reseña

Pérdidas por fricción.
Fragmento (págs.
35-37):

Le parecía perturbadora la manera en que la historia de una vida que empezaba a componerse poco a poco como un mosaico a partir de varias conversaciones llenas de intensidad, podía reducirse, en el lenguaje de la burocracia, a una «historia de torturas» que a su vez era desmenuzada en sus fragmentos aislados: número y función de los torturadores, frecuencia de las torturas, métodos aplicados, instrumentos, secuelas físicas y psíquicas. La persona de cuyos labios ella había estado pendiente hora tras hora, a fin de captar el sentido y la expresión del modo más completo y genuino posible, se convertían, una vez registrada en el formulario, en una «víctima», todo resumido de manera compacta y en un máximo de tres folios con formato DIN A4. El formulario era luego traducido al inglés y enviado a Ginebra, a un edificio de las Naciones Unidas donde lo más probable era que aterrizara en el escritorio de un despacho para, más tarde, una vez incluido en una carpeta con otros formularios similares, ser empleado en la siguiente board meeting por una bienintencionada empleada de la ONU como prueba de la necesidad de que esa institución, precisamente, siguiera recibiendo nuevas subvenciones.
Nora sentía malestar cuando debía traducir aquellos informes, ya que, paradójicamente, le resultaba mucho más difícil soportar la compacta historia de torturas, redactada en blanco y negro, que la narración balbuceante, sacada a cuentagotas o expulsada al exterior entre lágrimas, en un torrente de palabras, que escuchaba en las sesiones de terapia. Cuando la tortura o la violación salían a relucir como tema en las terapias –y más tarde o más temprano siempre asomaban en la historia de cada usuario–, Nora se aferraba obstinadamente a su capacidad perceptiva, estudiaba atentamente la expresión facial de la persona, miraba fijamente a la encorvada planta de la maceta junto a la ventana, bebía un trago de agua, observaba las manos del usuario o manoseaba, también ella, un pañuelo, concentrada en su labor como intérprete, ese proceso alquímico por el cual lo dicho en una determinada combinación de palabras penetraba en su cabeza a través del conducto auditivo y salía de ella a través de la boca, revestida de una forma distinta, en lo posible intacta, sin verse demasiado afectada debido a las pérdidas por fricción. El daño eventual que pudiera sufrir el canal (es decir, la cabeza de Nora) debido a esa transacción, no interesaba a nadie. La comunicación debía fluir sin fricciones, eso era lo ideal: nada de fricciones, nada de pérdidas. Sin embargo, esas pérdidas por fricción no eran otra cosa que calidez, eran justamente la transformación de energía cinética en energía térmica, pero el lenguaje quizás escapaba a esas leyes naturales, y la calidez solo surgía a veces allí donde el lenguaje terminaba.

Cuando quedaban atrás esos momentos críticos, Nora sentía, a la par del usuario, el alivio porque se hubiera expresado de una vez lo inexpresable, encontrando incluso el acceso a un idioma distinto, se alegraba de haber hecho su aporte para que esas palabras pudieran salir al exterior, donde estaban a buen recaudo, donde no podían ser empleadas en cualquier momento en contra de un hablante exhausto, como había visto suceder tantas veces en la policía o en los Juzgados, donde se las examinaba con detenimiento en busca de cualquier contradicción.

Después de las sesiones de terapia, Nora se sentía contaminada, sucia a causa de un horror del que no quería saber nada, imbuida de la certeza de que los seres humanos se hacían cosas espantosas, y no se trataba de personas cualesquiera en tiempos y lugares cualesquiera, sino que en ese momento y en ese lugar, tenía ante sí a una de esas personas a la que le habían hecho algo así de espantoso, una persona que no solo era víctima, sino también testigo de crueldades producidas por la guerra o que ésta –y de eso no estaba Nora muy segura– hacía aflorar.

Y no siempre se trataba de las víctimas. A veces Nora había tenido que ver también con los victimarios, soldados o luchadores independentistas, boyeviki, hombres fornidos de porte militar que habían asesinado o torturado y cuyos relatos sobre la guerra se agotaban en vagas insinuaciones. Poner su mente y su voz a disposición de los victimarios le costaba a Nora no menos esfuerzo, pero en ocasiones se sorprendía pensando que algunos de esos criminales eran ellos mismos víctimas de la guerra y que en condiciones normales habrían sido profesores de deporte, artesanos o fontaneros, empleando la fuerza de sus músculos para propósitos pacíficos. Pero como vivían en una época en la que un disparo traía consigo el siguiente, esos hombres se habían convertido, en un santiamén, en hombres armados, y los acontecimientos habían tomado su curso inexorable.

© Edition Atelier, Viena 2017
© de la
traducción, José Aníbal Campos, 2017

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