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Didi Drobna: Als die Kirche den Fluss überquerte.

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Reseña

Cuando la Iglesia cruzó el río.
Fragmento –
Apartamento número 18. Nuestro apellido

De niño detestaba las siestas, Laura también las odiaba. Teníamos diferentes razones, pero el odio hacia esa hora de sueño obligatorio a la tarde era exactamente igual.
Laura lo consideraba una ofensa, ya era grande.
—No necesito dormir. Eso es cosa de bebés —decía, y mamá le contestaba:
—¿De dónde sacaste eso? Te quedan noventa y cinco años de vida por delante hasta que cumplas los cien.
En aquella época, Laura quería vivir cien años. Eso significaba para ella el periodo de tiempo justo para una vida feliz y provechosa, tal como lo conocía de los cuentos de hadas. Cuando mamá le decía esto, Laura daba pisoteadas y hacía unos pucheros que me rompían el corazón y me hacían llorar. Yo, por mi parte, no quería dormir porque Laura no quería. Ella para mí era como la aguja de una brújula. Todo lo que ella hacía, yo lo imitaba a propósito redoblando la apuesta. (...)
Durante estas luchas a la hora de la siesta aparecía la figura de papá en el marco de la puerta y a partir de ese momento todo estaba muy claro: él representaba la fuerza física más grande en nuestro mundo y más allá de éste, en todo el universo. Papá era intransigente, perseverante. Él era el agua que corría río abajo, día y noche. El río azul al lado de la iglesia que brillaba a la luz del sol.
Papá se acercaba, se arrodillba y a uno de los dos le daba el periódico. Siempre lo agarrábamos sabiendo que era éste el acto simbólico que significaba el final de nuestra rebelión. Luego abrazaba primero al que tenía el periódico con un brazo y al otro niño con el segundo brazo.
—Pues vamos a dormir —anunciaba, y nosotros sabíamos que iba a ser así.
Cuando iba pensando en estas siestas, caminaba calle abajo. Estaba todo muy limpio, muy tranquilo. Había pocos autos, pero el ruido era sorprendente. Todo retumbaba en las paredes de las altas casas, ni siquiera había un árbol que interrumpiera el sonido. De a poco me sentía cada vez más idiota. ¿Por qué no la había llamado simplemente por teléfono? Tenía la confusa sensación de estar oscilando con cada paso entre un estado de resolución y de inseguridad. No me animaba a sacar la mirada de la coleta que balanceaba en la cabeza de Laura, que caminaba unos metros delante de mí. Empecé a caminar más rápido. Era lo único que me ayudaba: la mirada clavada en Laura.
Mientras caminaba, ella buscaba algo en su cartera, con el paraguas enganchado bajo las axilas. Finalmente se detuvo delante de un edificio de viviendas de color beige. Tenía buen aspecto. Por encima del portal decía en grandes letras rojas ya descoloridas Construido en los años 1924-1925. Me detuve y rápidamente me escondí a cuclillas detrás de un auto. Laura dejó que la puerta se cerrara por sí sola y entró. En ese mismo instante, di un salto, corrí a toda velocidad y a último momento pude evitar que la puerta grande y pesada se cerrara. Y allí lo leí, al lado del timbre, el apellido de papá, nuestro apellido, apartamento número 18. Los pasos de Laura a lo lejos ya casi ni se escuchaban. Pero todavía pude reconocer cómo entró por la puerta hacia la escalera 1. Seguí sus pasos.
Subí por las escaleras hasta el tercer piso. Miré hacia la derecha, miré hacia la izquierda y en ese mismo instante y muy de golpe, algo cayó en mi hombro desde arriba y con mucha fuerza. Pum. Caí al suelo, más por lo inesperado que por el dolor.
—¡Maldito acosador! ¡Miserable! —me gritó desde arriba, golpeándome una y otra vez con el paraguas. Era un paraguas de plástico que no hacía mucho ruido cuando me pegaba. Pum, pum Me pegó en la espalda, en las piernas, en los brazos y hasta me lo clavó en las costillas. Me di la vuelta y con las manos me cubrí la cara, el cuello y también mis huevos.
—¡Laura, soy yo! —le grité pero fue exactamente lo contrario de lo que ella quería escuchar. Los dos siguientes golpes fueron más precisos todavía.
—¡Idiota! ¿Hace cuánto que me estás siguiendo? ¡Me morí de miedo! —En ese momento por fin logré agarrar el paraguas, y ella sin soltarlo, seguía tirando de éste, obstinada y furiosa.
—¡Dámelo! —gritó indignada.
Pero yo lo sujetaba bien fuerte. Y ella se tropezó. Finalmente lo soltó para no correr el peligro de caérseme encima.
—¡Ya basta! —grité agitado y me di la vuelta acostándome de espaldas.
Me sentía macerado como una milanesa después de varios golpes. Por suerte no había tenido mucha puntería porque estaba demasiado enojada, pero igualmente yo iba a quedar verde, azul y lila, con toda seguridad.
—¡Ya, basta! —volví a insistirle. Me costaba respirar.
—Ya te voy a dar lo que te haga falta —respondió Laura que entretanto se había caído al suelo. Los golpes al parecer la agotaron y debilitaron. También ella estaba muy agitada—. ¿Pero qué te está pasando? —preguntó.
—Muchas cosas —contesté. Me puse de pie, apoyándome en el paraguas—. La verdad que sabes pegar palizas.
—Eso espero —escuché la voz de papá. Estaba parado en la puerta de entrada de un apartamento—. Te habrías merecido más palizas todavía.
Allí estaba parado, de brazos cruzados, con unos vaqueros negros, una camisa vieja y debajo una camiseta blanca informal con el cuello desaliñado. Parecía contento, simpático.
—Hola Daniel —dijo mirándome.
—Hola —le contesté.
Me sentí muy estúpido en ese momento. No había pensado nada más.

(págs. 124-128)

© 2018 Editorial Piper, Munich
© de la traducción, Helga Lion, 2019

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