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La gentuza.
Novela.
Múnich: Carl Hanser Verlag 2020.
Monika Helfer
Reseña
Fragmento
AquÃ, toma el lápiz, pinta una casa pequeña, un arroyo un poco por debajo de la casa, un pozo, pero no pintes un sol. ¡La casa está a la sombra! Detrás, el monte –como un peñasco empinado. Frente a la casa una mujer erguida, ella cuelga la ropa en el tendedero, cuya cuerda no está tensa, está sujeta a dos cerezos por unos nudos, uno de los árboles está a la derecha, frente al cobertizo que da acceso a la puerta de la casa, el otro está a la izquierda. En ese preciso momento la mujer está asegurando con las pinzas un pelele y una chaquetilla, de modo que tiene hijos. Lava con frecuencia, las cosas de los niños y de su marido y las suyas, tiene una blusa blanca muy hermosa. Quisiera que su familia sea aseada como las familias de la ciudad. Tiene muchas prendas blancas que resaltan muy bien con su pelo negro y sus ojos negros, y con el pelo negro y los ojos negros de su marido. Los otros, allá abajo en el pueblo, visten poco de blanco, algunos ni siquiera lo hacen los domingos. Ella tiene cara seria, ojos profundos. ¡Los ojos pÃntalos con lápiz de carboncillo! Su cabello es una mezcla de negro y castaño, al lápiz se le ha partido la punta. Los lápices de colores de calidad no brillan, además son caros. Un soplo de realidad se cuela en el cuadro, de manera frÃa, implacable, hasta el jabón escasea. La familia es pobre, solo dos vacas y una cabra. Cinco hijos. El hombre, de pelo negro como la mujer, de un negro incluso reluciente, es un tipo bien parecido, dos veces más que los otros. Tiene la cara fina, pero sin alegrÃa, según parece. La mujer, que no pasa de treinta, sabe que gusta a los hombres, tiene la certeza de no conocer a ninguno al que no le guste. Cuando su marido la pega contra su cuerpo, él siente sus pechos y el vientre, y ha dicho que pierde el sentido, y se deja caer sobre la cama, exhausto. Ella se desviste con prisa, se acuesta a su lado, a sabiendas de que él se está haciendo el dormido, no quiere fracasar. Por eso se ha dejado el camisón fino. Para que no todo sea tan evidente de inmediato. Ella mira por la ventana abierta el cielo nocturno. Ni siquiera la luna asoma por detrás del monte. Algunas veces pasa rozándolo, y entonces ella puede ver el resplandor sobre la cumbre.
De pronto un niño grita, sabe cuál es; después otro llora, sabe cuál es. Pero no logra levantarse; cansada no está, piensa, solo estoy desanimada. Cuántos años llegaré a cumplir, piensa.
La niña de dos años está de pie delante de la cama, en medio de la noche. Es Margarethe, Grete. Está temblando.
—Mamá— dice en voz muy baja.
La mamá también habla en voz muy baja:
—¡Ven!
La pequeña se mete bajo la colcha y se acurruca a ella. El padre no debe darse cuenta. La niña no se acuesta entre sus padres, se acomoda al borde de la cama. Hay que sujetarla para que no caiga al suelo, porque la cama es alta.
La niña era mi madre, Margarethe, una niña tÃmida que cada vez que se tropezaba con su padre bajaba la cabeza y buscaba la falda de su madre. El padre era cariñoso con los otros cuatro hijos, en general era cariñoso y lo serÃa también con los dos que nacieron después. Solo aborrecÃa a esa niña, a Margarethe, la que luego serÃa mi madre, porque pensaba que no era hija suya. No le mostraba cólera o rabia; la detestaba, le daba asco, como si la niña fuera a tener de por vida el olor del entrometido. Jamás le pegaba. A sus otros hijos sà que les pegó algunas veces. Pero a Grete nunca. No querÃa tocarla ni siquiera para golpearla. HacÃa como si ella no existiera. Hasta su muerte no le dirigió nunca la palabra. Y ella nunca tuvo consciencia de que él siquiera la mirara. Eso me lo contó mi madre, tenÃa yo entonces ocho años. Mi abuelo no querÃa tener nada que ver con la tÃmida. Y esa fue la razón para que mi abuela la mimara más que a los demás y también para que la quisiera más. MarÃa se llamaba mi hermosa abuela, a la que todos los hombres hubiera rondado de no haberle tenido miedo a su marido.
Pero me estoy anticipando. Esta historia comienza cuando mi madre no habÃa nacido todavÃa. La historia comienza cuando todavÃa no la habÃan ni siquiera engendrado. Comienza una tarde en la que MarÃa colgaba una vez más la ropa en el tendedero. Fue a principios de septiembre de 1914. En ese momento ella vio al cartero abajo, en el camino. Lo vio venir desde lejos.
(pp. 7-9).
© 2020, Carl Hanser Verlag, Múnich
© de la traducción, Francisco DÃaz Solar, 2020
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