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Sophie Reyer: Zwei Königskinder.

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Dos hijas de rey.
Novela.
Viena, Czernin Verlag

Sophie Reyer

Reseña

 


Fragmento

La primera vez que vi a Johanna, me llamó la atención inmediatamente su colmillo torcido. Debe de haber sido en el coro de la iglesia, en uno de esos días lluviosos. Mi madre se había ido del pueblo, y mi padre se pasaba la mayor parte del tiempo sin hablar. Una especie de sombra acompañaba su silencio. Quizás no sabía qué hacer conmigo. En cualquier caso, casi todas las tardes me mandaba a la parroquia. No había muchas alternativas, el pueblo era pequeño, era como si lo hubieran escupido en aquella región de viñas y colinas, donde soplaba siempre demasiado viento. El colmillo se me quedó en la memoria. Todavía recuerdo cómo observaba a Johanna. Cuando cantaba abría su pequeña boca y parecía un pez. Una y otra vez podía ver aquel colmillo, que era demasiado grande, sobresalía ligeramente y estaba sostenido por un gancho. No sé por qué, pero el colmillo me gustaba. [...]
Aquella noche supe que tenía que unirme a ella. Contemplé como cantaba, oí el júbilo en su aguda voz de muchacho. Abrí los ojos todo lo que pude y ella, recatada, dirigió la vista al suelo. Sus pestañas de color dorado oscuro resplandecían levemente. Tuve que sonreír.

(P. 8-9)
 

Los árboles cambiaban de aspecto con las estaciones, se parecían a las caras de las personas, que a veces lloraban, otras reían y en ocasiones entrecerraban los ojos bajo la luz del sol. Yo seguía yendo al parque, entre semana con Birgit, los sábados y domingos con mi padre. Allí tomaba grava en las manos y la dejaba escapar como una llovizna entre los dedos, miraba con atención las ardillas intranquilas que corrían hacia mí. En esos momentos pensaba solo en Johanna. A veces le ofrecía a una de las ardillas una nuez abierta, entonces ellas estiraban la cabeza con movimientos bruscos. A veces alguno de los animales se acercaba tanto que hubiera podido atraparlo. Pero yo era incapaz de moverme. Como con Johanna. Me ponía en cuclillas y depositaba cuidadosamente los pedacitos de nuez en el suelo. Eran semejantes a las castañas. Parecían pequeños cerebros arrugados. Una ardilla se inclinaba ágilmente, atrapó la nuez; un movimiento veloz y fluido, una cola parda que veía alejarse serpenteando. Me gustaba el color del otoño, las cometas que se elevaban por encima de las copas de los árboles, revoloteando en el viento con sus vivos colores. Cada hoja era una isla del tesoro formada por dibujos, surcos y líneas. La vista se me perdía en las pequeñísimas venas ramificadas, al tiempo que veía cómo las hojas se marchitaban, se enrollaban y, por último, se encogían. Entonces el viento me separaba la capucha de la cara, las ramas de los árboles sin hojas crujían, a veces había velos de niebla suspendidos sobre el césped detrás del camino de grava y comenzaba a nevar. Cuando era niña hacía pelotas de nieve, le daba forma a una cabeza y le ponía ojos de piedra lisa.
—Eso no podrás llevártelo a casa —dijo mi madre.
—¿Por qué no?
—Se derrite.
—¡Pero podemos ponerlo en el congelador! —porfié.
—No.
—¿Por qué no?
Comencé a llorar.
—Dámelo.
Yo había alzado las manos para mostrarle a mi madre la cabeza blanca y redonda, cuya frialdad podía palpar entre las puntas de mis dedos. Había querido entregársela. Mi madre tenía puestos unos guantes de cuero. Hizo un movimiento para tomar la cara de nieve, pero no la atrapó , la cabeza cayó al suelo, rodó y se desmoronó.
—Perdona.
Estaba consciente de que mi madre lo había hecho a propósito. Entonces pienso. Por qué, cuando eres niño, la gente te miente tan a menudo. Una bandada de cornejas pasaba por el cielo, que tenía una claridad punzante. Gritos ásperos. Niños en cochecitos que pasaban por mi lado y me miraban con ojos apáticos. Tenía la sensación de que Johanna era el único ser humano que había conocido.

(p. 146-148)


© 2020, Czernin Verlag, Viena
© de la traducción,
Francisco Díaz Solar, 2020

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