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Michael Stavaric. Fremdes Licht.
Luz extraña.
Novela.
Múnich, Luchterhand, 2020.
Michael Stavaric
Reseña
Fragmento
Trepé al montÃculo de nieve que habÃa apilado yo misma, seguramente la primera obra de construcción en el planeta. En ese momento pensé que podÃa hacer mejor las cosas y me dirigà a otro sitio cercano al módulo de investigación, donde la nieve era mucho más consistente, no cristalina y polvorienta, y habÃa comenzado ya su metamorfosis, al final se convertirÃa en hielo liso y reluciente. Con mi pala de metal la corté en bloques diferentes, exactamente como lo habÃa aprendido de mi abuelo, cuando habÃa que construir un iglú que no se desplomara al primer soplo de viento. Para los inuit el iglú era un espacio cuya forma dependÃa de los bloques que hacen el umbral, un manuaq (...) una casa que retenÃa el calor en la barriga, sobre todo cuando se sabÃa cómo construirlo para que el aire caliente no pudiera escapar. Necesité más de dos horas para construir el mÃo, y cuando estuvo listo, su aspecto familiar despertó en mà sentimientos de melancolÃa; me deslicé en el interior, me senté un rato sin hacer nada en aquella cavidad que conocÃa tan bien, por un momento me sentà verdaderamente como en Groenlandia; oÃa ladrar a los perros y percibà roncas voces de hombres que se alejaban y se deseaban suerte en la cacerÃa. Pasos muy diferentes crujÃan sobre la nieve, y el iglú amplificaba esa impresión, de repente pude oÃr ruidos de pies que se arrastraban (y de algo que se deslizaba). Posiblemente uno de los cazadores ya venÃa de regreso, con una foca muerta arrastrada por una cuerda. El hombre tiraba del cuerpo del animal a sus espaldas, una roja estela iba dejando su sucia marca sobre la nieve, la sangre dejaba huellas que se reconocÃan desde lejos.
Me imaginé cómo se verÃa desde lo alto aquella escena, donde cientos de cazadores con sus presas creaban otras franjas rojas que dividÃan en todas las direcciones el paisaje helado. Una vista comparable a las estelas de condensación de color rojo sangre en el cielo (producidas por aviones orgánicos), que cortaban y adornaban las nubes; en fin, en mi fantasÃa el cielo y la tierra habÃan cambiado de lugar. TodavÃa recuerdo claramente cuánto me fascinó una escena de cacerÃa hecha de esteatita y tendones, que vi en la cabaña de mi abuelo: un tosco cazador arrastraba en ella una foca muerta, le habÃa enlazado el cuerpo con una cuerda cuyos extremos estaban anudados a sus manos, con sus piernas apoyadas firmemente en la nieve, usaba toda su fuerza para vencer el peso del animal. La cuerda, que pasaba sobre sus hombros, parecÃa estar a punto de romperse; era una lucha interminable, que llegaba más allá de la muerte. El abuelo poseÃa otra sencilla figura de esteatita. Era un cazador con un halibut en forma de rombo, sin dudas estaba destripando el animal, pero el conjunto me daba la impresión de que el hombre pulsaba un instrumento desconocido para mÃ, semejante a una cÃtara.
Tuve que admitir una vez más que no sabÃa mucho sobre el universo, solo conocÃa lo que me habÃan contado, lo que nos habÃan enseñado en algún momento como parte de nuestra educación. ¿Y qué sabÃamos de nosotros como individuos? ¿Qué sabÃa una persona realmente sobre su propio espÃritu? SabÃamos lo que nos habÃan contado acerca de ello, cada uno de nosotros llega a ser siempre un ser humano localizable y perceptible únicamente por obra de otros, era siempre una historia contada e interpretada por otros seres. En Winterthur no habÃa nadie que me contara algo sobre mÃ, que leyera en mà y me definiera como un ser viviente. No era simplemente que estaba sola, por primera vez en toda mi vida yo no era más que un acontecimiento que solo yo misma podÃa conocer e interpretar, era la última historia de la humanidad aún por contar.
(pp. 70-72)
© 2020 Luchterhand, Múnich.
© de la traducción, Francisco DÃaz Solar, 2020
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