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Reseña
El mundo yacÃa afuera, oculto como larva de invierno, y en el interior de la casa Anton y Frederike dormÃan en el suelo, sobre alfombras, desnudos bajo mantas y sábanas viejas. YacÃan frente a frente con rostros pálidos y labios color rojo tenue, dos cuerpos de amantes que la mañana ha enfriado, y entre ellos, la criatura con los brazos extendidos cual travesaño de unión. El crujir de la madera habÃa cesado y los azulejos de la estufa rezumaban el frÃo de la noche. La luz descendÃa sobre ellos cual lupa que agrandaba cada poro y se refractaba en sus ojos cuando por fin los abrieron, como muñecos. Cuántas horas habÃan dormido, cuántas soñado. Era ya bien entrado el mediodÃa cuando despertaron. VolvÃan en sà con la mirada aún orlada por el sueño y el cuerpo entumecido, con las pestañas todavÃa adheridas y el reflejo corneal tan lento que a veces los ojos no se cerraban sino después de varios segundos, cuando habÃan mirado largamente a la lejanÃa para luego contemplar al ser que tenÃan a su lado.
Anton tenÃa la impresión de no haber visto nunca nada tan pequeño como la mujer desnuda ovillada frente a él. TenÃa los labios hinchados de la noche, como si hubieran besado mucho; la piel que circundaba la boca, excoriada, enrojecida, delgada. Los párpados temblaban, pero él mismo, reflejado en el centro del ojo, estaba inmóvil. Si la miraba demasiado rato a la cara, la pupila de la mujer se ampliaba vertiginosamente; si apartaba la vista, se reducÃa al tamaño de una cabeza de alfiler. Su semblante, de ordinario impávido, estaba marcado por esa pena que avanza milÃmetro a milÃmetro por la piel hasta recubrir a la persona con esa máscara que, aun dejándola reconocible para sà misma, la hace extraña a los demás. Todo lo que antes habÃa sido en ella denodado aplomo era ahora cohibición; las diáfanas facciones parecÃan ceder de mal grado a una corazonada, un miedo, una derrota. Algo le desencajaba el rostro, le torcÃa las comisuras, le doblaba la mirada, rompÃa las arrugas de la risa, rectificaba las lÃneas, vaciaba las formas, destruÃa el orden en el cual, por familiarizados que estuviesen el uno con el otro, se reconocÃan siempre de nuevo. La obstinada invencibilidad de los ya largo tiempo mutilados daba paso a un dolor. No era el dolor iracundo y desesperado por el cual ya la habÃa visto llorar; le parecÃa más bien una oscuridad que la invadÃa y que tornaba invisible la cifra de su ser.
Se le convirtió a Anton en una desconocida. TenÃa la sensación de no haber visto nunca a esa mujer ni haberla abrazado jamás. No se movÃan ni un milÃmetro. Miraban, escuchaban, esperaban. Se auscultaban mutuamente con las miradas en busca de una verdad exterior y una interna, pero seguÃan perplejos. Solo existÃa el subir y bajar de las cajas torácicas, el crecer del hielo y el aire frÃo que penetraba en los pulmones y emanaba por las fosas nasales en forma de cálido aliento. Permanecieron largo rato mirándose fijamente, y en algún instante vieron en los ojos del otro lo que ambos llamaban, en secreto, angustia.
(pág. 144)
© 2015 Suhrkamp, BerlÃn.
© de la traducción Richard Gross, 2016
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