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Reseña
Fragmento:
Me sentÃa abatido y querÃa regresar a Mondsee tan rápido como fuera posible. En la parada de Ungartor, que estaba más cerca que la estación de trenes, un empleado me dijo que, debido a un desperfecto de las vÃas en los lÃmites de la ciudad de Viena, el tráfico ferroviario estarÃa detenido por lo menos durante dos horas. Entonces, salà de Hainburg a pie. Esperaba que un paseo pudiera ponerle freno a la amargura que estaba brotando en mÃ. Desde la torre de la iglesia se escucharon las campanadas del mediodÃa. Me dirigà hacia el Este y seguà la calle junto a los rieles en dirección a Wolfsthal, la siguiente estación.
En las calles los refugiados iban tirando de sus pertenencias en carros de adrales. Abolladas baterÃas de cocina se bamboleaban en cordeles colgados de los largueros de los carros. En Ungartor habÃa un embotellamiento, los jamelgos arrojaban nubes blancas como la nieve desde los hocicos, uno de ellos mordisqueaba la tabla de una cerca a la vera del camino. En Francia y cuando empezó toda esta mierda en el este todavÃa habÃa habido batallones que regulaban el tránsito. Ahora eso me parecÃa un sueño. Y si aquà hubiera estado alguien que perteneciera a uno de esos batallones, no me hubiera sorprendido menos que si el poeta Dante en persona me hubiera señalado el camino hacia el inframundo.
Por un rato seguà una calle recta que iba a través de un campo plano y vasto, entre sembradÃos cubiertos por costras de hielo. El viento cortaba. A veces el gris escupÃa alguna casa de labranza o una corneja que se me acercaba por entre los remolinos de nieve. Y como este paseo me libró temporalmente de la tensión de los últimos dÃas, atravesé todavÃa Wolfsthal y, al final de la localidad, por un oscuro bosque. Cuando el camino volvió a emerger del bosque, me topé con una obra de construcción, ahà una docena de hombres mugrientos estaba excavando una fosa camuflada, con el fin de bloquear la calle hacia Presburgo. Me hice un poco hacia un lado, desde donde tenÃa una mejor vista. A un viejo del Volkssturm, con ropas del diario medianamente aptas para el campo de batalla y la obligatoria cinta negra en el brazo, le pregunté: "¿Me puede alguien decir a quién se le ocurrió esto? Es totalmente descabellado."/Mientras que lo decÃa, dos Messerschmitt 109 volaron sobre nosotros y el hombre gritó: "¡No lo entiendo!"
Proseguà mi marcha, y el paisaje se volvió a abrir, todo se abrió. Caminé entre campos, me tropecé en sembradÃos, querÃa llegar a Berg, pero el trayecto era más largo de lo que habÃa pensado, asà era siempre en los últimos tiempos. En el gélido silencio del invierno, a veces perturbado por hachazos o martillazos, vi otras obras de construcción destinadas a la protección: más sÃntomas visibles de la locura. A todo aquel que hubiera combatido en Rusia le debÃa resultar claro que tales posiciones de defensa no lograrÃan detener más de algunos minutos a un ejército que avanzaba hacia adelante y que habÃa remontado el rÃo Dniéper y los Cárpatos. Pero aquà miles cavaban y daban paletadas en forma monótona, en la lluvia, en la nieve, las fosas se llenaban de agua y se derrumbaban, y los miles seguÃan dando paletadas hasta caer rendidos. Esos orinales eran parte del activo de la quiebra moral. Y cuando el viento les lanzaba otra cortina hecha de un fino tejido de nieve, me parecÃa como si al instante siguiente toda esa imagen demencial debiera disolverse.
Entre más me acercaba a la localidad de Berg, más claramente percibÃa la tierra hendida y revuelta, más montÃculos de concreto y más obstáculos de alambre de púas aparecÃan. Desde una cierta distancia vi cómo un policÃa golpeaba con un palo a un prisionero que realizaba trabajos forzados a la orilla de una fosa para impedir el pase de los tanques, que estaba en construcción. El prisionero cayó al suelo y ya no alcanzaba yo a verlo, pero sà al policÃa y al palo que volvÃa a elevarse y a bajar a gran velocidad una y otra vez. No llegaba ni un sonido, ni un grito o un gemido, toda la escena estaba lastrada por un silencio congelado, raro, era un dÃa frÃo y nublado en el que todo se desdibujaba. / Y el brazo con el palo subÃa y bajaba como si lo estuviera jalando una cuerda. ¿Quién sostenÃa esa cuerda? ¿Yo? Puede ser. / En algún momento el policÃa se incorporó y estiró la espalda, como si hubiera llevado a cabo un acto heroico, se quedó un rato de pie, con la espalda bien estirada, sobre el terraplén, después levantó el mentón con un movimiento extraño hacia adelante, se dio la vuelta y se largó. Otros dos prisioneros se acercaron y tomaron por las axilas al hombre apaleado, pero a pesar de repetidos intentos no lograron ponerlo de pie. Entonces, los dos lo volvieron a tender sobre el suelo y también se alejaron. / Yo contemplé la escena con un horror pasivo, me quedé ahà mirando, después me aproximé, no habÃa barreras de ningún tipo. Y entre más me acercaba a la obra de construcción, más hondo era el suelo, y entonces entendà por qué los prisioneros caminaban como borrachos, también yo casi me quedé atorado con las botas en el lodazal.
El que más cerca estaba trabajando de mà era un hombre con ropas desgarradas, un mortal sin nombre, embarrado de excrementos, el pantalón se veÃa como si se pudiera quedar parado por si solo si el hombre se lo quitara. La razón de que mi mirada se hubiera quedado clavada en él era un pañuelo de colores que llevaba al cuello, naranja y azul claro con un poco de verde, colores brillantes en medio de todo ese gris sucio. Cuando el hombre se topó con mi mirada, me vio durante algunos segundos con ojos penetrantes y llenos de reproche, mientras que mantenÃa la cabeza en alto con obstinación, como si el cuello que estrechaba el pañuelo se hubiera paralizado. / Un silbido rasgó el aire, y el hombre continuó su trabajo, paleando hacia un lado la tierra pesada y frÃa, que estaba siendo arrojada hacia arriba desde el fondo de la fosa que yo no alcanzaba a ver. Me volvió a mirar brevemente de reojo, con odio disimulado. Después uno de los policÃas se volteó a verme y me indicó sin palabras que me marchara. Lo hice, como si no quisiera molestar de ninguna manera, me alejé en un breve silencio interno de muerte, el cortante ruido de las palas y el sordo golpeteo de los picos era cada vez más nÃtido detrás de nosotros.
Y frente a mà no habÃa nadie, nada, solo los copos de nieve que seguÃan bajando en zigzag, y el suelo se movÃa bajo mis pies, y supe que de verdad e inexorablemente me quedarÃa en esa guerra, sin importar cuándo terminara y lo que pasara aún conmigo, que me quedarÃa siempre en esa guerra, como una parte de ella. Era difÃcil admitÃrselo a uno mismo.
(págs. 449-453)
© 2018 Carl Hanser Verlag GmbH & Co. KG, Múnich
© de la traducción, Claudia Cabrera, 2018
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