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Reseña
Ya no estaban sentados a la mesa; se habÃan levantado y paseaban por el jardÃn. Se les acercó. Se hallaban de pie ante el pequeño bancal de hortalizas charlando en voz alta, descontroladamente alta; todo resultaba irrespetuoso, molesto, en todo el vecindario no se oÃa una mosca. Pensó: les interesa un comino que haya regresado. Esperó un indicio de agresión, la necesidad de desahogarse, pero no hubo tal; lo que sintió fue una extrañeza rayana en la estupefacción. No fue hasta entonces cuando notó que bajo los albornoces afloraba mucha piel desnuda, por lo visto aún llevaban puestos sus bañadores y observó que uno de los albornoces era suyo. Y al fijarse un poco mejor, en un momento en que Karina se agachaba para coger uno de los gruesos tomates, descubrió que no llevaba la parte superior. Se paró en seco. Pensó: ¿acaso tampoco lleva nada abajo? Pero se equivocaba, y a pesar de que se creÃa con todo el derecho del mundo de acusar no sólo a Karina sino también a su amiga, no se atrevió a examinar también a ésta. No quiero saberlo, para nada quiero saberlo, pensó, pero antes de terminar de pensarlo ya lo sabÃa. Y solo en ese instante notó un atisbo de rabia, un atisbo poco convincente, no obstante, pues al mirar a las dos mujeres en albornoces e imaginarse cuál serÃa su aspecto sin ellos, le sobrevino una leve y súbita excitación; percibió cómo el punto de agresividad iba siendo reprimido por momentos hasta que al cabo de unos instantes quedaba completamente extinto, y su humor se tornaba reconciliador, casi alegre; era como si un nubarrón espeso se hubiera disipado de golpe. Sin embargo, cuando al rato vio cómo se comportaba Karina y oyó lo que decÃa, sus pensamientos volvÃan a tomar el rumbo de antes.
SeguÃan junto al bancal. Karina, que se habÃa quitado las chanclas de baño y tenÃa un pie en la tierra, arrancó el tomate más grande que encontró y se lo alcanzó a su amiga, y cuando ésta, con gesto de sorpresa y voz demasiado chillona, exclamó: «¡Por Dios, qué tomates son estos!», Karina contestó: «De las semillas de mi marido.» Las dos soltaron una risita. «¿De las semillas de tu marido?», preguntó la amiga. «Unas semillas muy especiales», dijo Karina, y la risita derivó en carcajada, se troncharon, se desternillaron, y tuvieron que apoyarse con los brazos sobre los muslos.
Él estaba consternado. No atinaba a comprender lo sucedido. Un oscuro abismo socavó su interior, y en un segundo sintió la boca reseca.
(Pág. 51 y s.)
© Literaturverlag Droschl, Graz, 2015
Traducido por MarÃa Esperanza Romero
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