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Daldossi oder Das Leben des Augenblicks [Daldossi o La vida del instante]

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Reseña

Fragmento:

Hacía más de diez años que Daldossi había estado en el hotel Palestine de Bagdad, una mole de dieciocho pisos en la que estaban alojados otros mil ochocientos periodistas y fotorreporteros.
Él siempre había detestado tales situaciones. En aquella ocasión, cuando se inició la tercera guerra de Irak, había en la ciudad probablemente más gente de la prensa que personal militar, razón por la cual Daldossi regresó poco después a Viena, inmediatamente después de la caída de la ciudad, cuando un tanque estadounidense disparó contra el hotel Palestine, matando a un camarógrafo de la agencia Reuters y a un periodista español; y todo porque un par de soldados estúpidos habían tomado por francotiradores los objetivos de las cámaras, dispuestos en los balcones del hotel.
¡También le había maravillado aquella anciana de Ghazaliya que había echado a correr delante de su cámara con los brazos en alto!
En el año 2003 había querido marcharse de Bagdad. Irse lejos de aquel escenario bélico donde se libraba una guerra de imágenes. Lejos de aquel odioso país, de aquel árido cinturón de sequía subtropical que tan poco tenía para ofrecer desde el punto de vista paisajístico. Allí no había montañas como en Afganistán, solo un calor abrasador y tormentas de polvo sobre un territorio llano, desierto como una estepa.
En el noreste todo era mejor, decían, allí por lo menos crecían robles, hayas y plátanos.
A Daldossi le había incomodado entonces tener que compartir con muchos otros los mismos motivos, pero un año después, cuando la situación cambió y casi todos habían desparecido, él partió de nuevo con rumbo a Irak.
En el tiempo intermedio, había estado con Schultheiß en Hammelburg entrenando para la siguiente guerra. En el campo de entrenamiento de las Naciones Unidas y del Ejército Federal Alemán había tenido varias veces una sensación de
déjà-vu, y solo Schultheiß decía no «haber visto ni oído» la mayoría de las cosas.
La relación con Marlis había entrado en crisis. Daldossi no había podido aguantar más todas aquellas historias suyas sobre los osos y la familia. No había podido librarse de la sensación de estar perdiéndose algo. «La vida real» –y de ello se convenció aquel día, sentado junto a Marlis en el sofá de cuero— tenía lugar en otra parte.
De la vida real formaban parte también, claro, los osos que bailaban en el circo y que algún domador había dejado abandonados en Austria, o aquellos osos pardos con trastornos del comportamiento porque ciertos tarados, cuyos padres habían olvidado regalarles ositos de peluche cuando eran niños, los habían criado en jaulas demasiado pequeñas.
Pero a Daldossi aquella realidad «le importaba un carajo», así se había expresado en aquella ocasión.
Y esa realidad le interesaba hoy tan poco como ayer.
En todo caso, él ya había hecho su aporte a la protección de animales: por Marlis había ido infinidad de veces hasta aquellos vallados de Zwettlburg para hacer fotos de los osos. Había hecho toda una documentación del área, desde el sector A hasta el sector D, incluidas el área de juego y la casa para las visitas. Y sin cobrar nada. Había viajado hasta allí en todas las estaciones del año para sacar fotos de Zotti, Burli, Dora o Charly (el preferido de los visitantes) mientras jugaban, dormían o trepaban en medio de la nieve, bajo la lluvia o a la luz del sol.
Él no se dedicaba a la fotografía de animales, y Daldossi lo había dejado claro desde el principio, pero Marlis no había dado su brazo a torcer.
Le había exigido su colaboración, como prueba de amor. Además, a fin de cuentas su especialidad era trabajar con largos teleobjetivos, le había dicho ella.
Su especialidad era, más bien, la protección de seres humanos, le había respondido Daldossi, pero, así y todo, había viajado con ella hasta Zwettlburg. Juntos habían ensanchado los agujeros de la malla doblando el alambre para que Daldossi pudiera introducir el objetivo. Y Burli, el viejo oso de circo traído del Safaripark en Gänserndorf, había incluso posado para ellos, acercándose muchísimo a la cerca, engatusado por Marlis con un poco de atún en aceite.
Al menos eran osos los animales fotografiados. En el caso de arañas o de escarabajos, Daldossi no hubiera tenido la paciencia necesaria. Se imaginaba las técnicas de iluminación y los macroobjetivos que habría tenido que emplear…
Leonardo Zambrotta había trabajado alguna vez como fotógrafo de animales, antes de empezar a interesarse por las personas. Había participado en aventureras expediciones a India o a África, realizado reportajes sobre el tigre de Bengala real, en peligro de extinción, había estado en Kenia, Uganda y Ruanda. Daldossi recordaba una conversación con Zambrotta, en la que él le había hablado de unas fotografías del gorila de montaña en algún parque nacional en el norte de Ruanda. Justo por esas fechas, él había estado en el país, cuando el avión del entonces presidente de Ruanda había sido derribado de un disparo sobre Kigali, obra, supuestamente, de los rebeldes tutsis. Un hecho que había significado el pistoletazo de salida del genocidio cometido por los hutus contra la minoría tutsi del país.
Zambrotta había sido testigo de cómo los hutus se habían organizado en grupos paramilitares en la aldea donde él se encontraba. Una multitud enloquecida había arremetido contra la última familia tutsi del pueblo, asaltando su casa con palos, lanzas y machetes.
Las cabezas de los cadáveres fueron arrojadas al río.
En ese instante, le habrían podido poner delante los animales más bellos y raros sacados de las profundidades de la selva –le había dicho Zambrotta—, que él no habría sido capaz de mover un dedo.

(pág. 99 y ss.)
© C. H. Beck, Munich 2016.
© de la traducción, José Aníbal Campos, 2016

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