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Reseña
Fragmento:
9. Silueta
Más tarde contó que primero habÃa notado cómo las lágrimas corrÃan por la parte interior de su rostro a través de canales ramificados, habÃa sentido como si se concentraran en sus pulmones, en el corazón, en el estómago… No fue sino mucho después que brotaron hacia afuera, que rodaron sobre su piel hasta que se precipitaron por el aire desde el extremo de su barbilla, se estrellaron contra el suelo y penetraron la madera del barco. A veces lograba recoger una con la lengua y beberla.
Estaba acostado sobre los tablones del suelo sin dormir, solo se sentaba cuando Lendy lo obligaba a tomar agua o alimentos. Frente a sus ojos, en el aire, daba lo mismo si estaba oscuro o habÃa luz, veÃa los ojos de Isaac mirándolo fijamente. Para Anselm desde hace algunos dÃas todo era más claro, más amarillo, el aire estaba siempre bañado en una vibrante luz dorada, también de noche. Se sentÃa suave y abierto, casi permeable, y el mecer de las olas lo hacÃa convertirse él mismo en una ola que se meneaba sin soporte por el suelo del barco y no tenÃa ningún lugar donde romper. De pronto en lugar de ojos tuvo patatas, luego globos terráqueos, en algún momento bolas de estiércol que apestaban hacia él desde los ojos de Isaac, hasta que el estiércol comenzó a florecer en sus cuencas, emitiendo un aroma cada vez más dulzón, de modo que se decidió a retirarlo con cuidado, a sacar la flor y el tallo y las raÃces que crecÃan desde el estiércol, desde la cabeza de Isaac, que de ahà en adelante se hallarÃa en su campo visual, hueca, y esperaba sin descomponerse. Colocó en su hombro derecho las orquÃdeas que habÃa sacado de las cuencas de los ojos. Las raÃces se estrecharon contra él, se sujetaron a su piel. Pronto ya no debió sostenerlas, crecÃan en él. A veces, desde su hombro sentÃa un tirón hacia atrás, por sobre su cuello y bajando por la espalda, el tirón casi alcanzaba desde su cadera hasta abajo en la pierna. La orquÃdea echó raÃces. Evitó estirarse para no impedir el enraizamiento. Soportó la picazón. Sintió cómo las raÃces llegaban a su cuello, como se alargaban hacia adelante y alcanzaban el pecho, sintió como se extendÃan, enredaban y encarnaban dentro de él. El procedimiento lo debilitaba. Casi siempre estaba acostado, hecho un ovillo en un rincón, se quedaba dormido abruptamente cada pocos minutos, para despertarse poco después, sobresaltado, y buscar la orquÃdea, mirar si no le habÃa pasado nada. DebÃa cuidar que no la fuera a aplastar, para que no le fuera a pasar a él como a las cerdas que mataban a sus lechones mientras dormÃan. Luz también debÃa proporcionarle, para que pudiera vivir, y cada uno de sus movimientos se daba exclusivamente en atención a la orquÃdea. SÃ, en su hombro crecÃa una orquÃdea, tan blanca como nieve de ventisca, suaves nubes de plumas que se habÃan especializado en la simulación de ese color. Lo único que le importaba ya era proteger a esa flor, con el deseo simultáneo de conservarla para siempre, a esa orquÃdea de su cuerpo. Las raÃces formaron redes dentro de él. Igual que las venas transportaban su sangre y le daban sustento, las raÃces chupaban nutrientes de todas partes, rÃos invertidos. La luz de las antorchas dibujaba las sombras de su cabeza floreada en el suelo del barco. La silueta se veÃa, dependiendo de los movimientos de la flama y el ángulo de su hombro, a veces como una mujer desnuda arrodillada, con cabellos que rompÃan como olas y pechos de algodón, y luego como un falo, con todo y sus testÃculos curvados en forma de nube. Anselm no podÃa apartar la vista, mas era imposible aprehender las imágenes. A menudo trataba de girarse de tal manera que la orquÃdea arrojara tal o cual sombra. Según fueran el ángulo y la distancia hacia la fuente de luz, el falo o los pechos de la mujer y sus puntas se hacÃan más grandes o más pequeños: podÃa hacer que se hincharan o se deshincharan a voluntad. ¡Cuánto tiempo se deleitó con ese juego! Entonces la orquÃdea empezó también a emanar su perfume. Primero olió a mandarina, tal y como se imaginaba el olor que exhalaban las axilas de su mujer de sombras, después creyó percibir en la nariz el olor acre y húmedo de delicados genitales. Las orquÃdeas habÃan sido desde siempre plantas embusteras, que engañaban a sus fecundadores con sustancias aromáticas falsas, pensó Anselm, y, no obstante, se dejó seducir completamente por su efecto. Angreacum Sesquipedale no se encontraba entre esas plantas mendaces, todo lo que él olÃa era puro, todo lo que él olÃa brotaba solo de ella y era solo para él, entregándose de lleno a su idilio. La orquÃdea crecÃa en su hombro, ahora debÃa cuidarla. Trató de recordar si habÃa escuchado alguna vez de un caso asÃ. No se le ocurrió nada comparable. AsÃ, cada tantos minutos bizqueaba en su dirección para seguir su crecimiento y, después, de nuevo hacia la sombra en el suelo del barco, para regodearse en ella. Pero entonces de pronto la silueta asemejó el perfil de una cara, de una que le resultaba muy familiar sin saber de dónde la conocÃa. Movió suavemente su hombre en diferentes direcciones. ¿Era él mismo? Con engaños nadie tiene un éxito perdurable, pensó, pero sà con belleza y perfección. Amorosamente dirigió la mirada hacia la flor real en su hombro, después cerró los ojos.
(págs. 69/70)
© 2018 Kremayr & Scheriau, Viena
© de la traducción Claudia Cabrera, 2018
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