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Recensión
Heise o el lenguaje subasfáltico
Te acuerdas de Heise? La voz de Schaller suena excitada. Ha vuelto, dice.
El comienzo del semestre, el 2 de marzo de 1992, cayó en lunes. Era uno de esos dÃas ambiguos, previos a los cambios de estación, agradablemente cálidos cuando salÃa el sol y sensiblemente frÃos en cuanto aparecÃan las primeras nubes. Schaller y yo nos encontramos en la universidad para matricularnos de un seminario de Periodismo. Después fuimos a comer un tentempié. Es decir, nuestra intención era comer solo un tentempié, pero luego, para acompañar nuestra pequeña porción de gulasch, nos tomamos cada uno tres jarras de cerveza, y al abandonar el local ya era plena tarde y el sol calentaba, y nosotros le sonreÃmos al mundo a la cara. TenÃamos 21 años.
Nos vimos dar tumbos hacia el pequeño café en la entrada posterior de la universidad, convencidos de que el mundo no nos quitaba los ojos de encima. Nuestros pensamientos eran grandes, los iluminaban unos focos de luz rutilante, y el futuro ansiaba hacerse realidad. Ni manÃa ni megalomanÃa, nada más esa edad que ronda los veinte años y, para completar, tres cervezas.
Pedimos dos cafés solos grandes. Las tazas estaban desportilladas, pero el café era cargado. Algo le pasaba a la máquina porque cada vez quedaba un poso grueso en el fondo de la taza, a cambio el café no costaba sino la mitad que en cualquier otro sitio. Yo estaba sentado en el banco de madera, de espaldas a la ventana, y la planta sobre el alféizar me pinchaba el cuello con sus ramas, girara yo la maceta como la girara.
Un periódico de pared, dijo Schaller sin ton ni son. Vamos a hacer un periódico de pared de contenido cinematográfico. Sacó su libreta de la cartera y empezó a hacer anotaciones. Nos encantaban nuestras ideas mientras conservaban el calor del cuerpo y no se enfriaban en el tener-que-hacer. Schaller y yo adorábamos a los directores de la Nouvelle Vague, nos hacÃamos cortar el pelo a lo Truffaut y fumábamos como Godard, querÃamos ser cineastas y mientras tanto coger experiencia como crÃticos. Cada semana enviábamos nuestras reseñas a los grandes periódicos, luego esperábamos dos o tres dÃas en vano una respuesta y finalmente las reenviábamos a un diario de provincias que las reducÃa a la mitad y no nos pagaba nada pero imprimÃa en cursiva nuestras iniciales al final del texto. Para ganarnos la vida, trabajábamos de camareros.
LlevarÃamos sentados media hora cuando entró un grupo de cuatro estudiantes. Le señalé a Schaller uno de ellos. TendrÃa nuestra edad y llevaba un traje de lino blanco, zapatos negros y un anillo de sello dorado. Lo encontré ridÃculo, la parodia de un dandy, y esbocé una mueca de cinismo. El grupo se sentó en la mesa de al lado, y poco a poco la mueca se me fue apagando. El hombre de blanco irradiaba una paz envidiable, me parecÃa completamente intangible. Las miradas burlonas que los demás le dirigieron al comienzo no éramos los únicos en fijarnos en él – le resbalaron como gotas de agua sobre cuero impregnado.
De eso hace más de diez años, casi once, para ser exactos.
Dónde has visto a Heise?, le pregunté a Schaller.
No lo he visto. Alguien me ha llamado por teléfono.
Quién?
Un médico.
Y qué dijo?
Heise está en la Baumgartner Höhe.
En el psiquiátrico?
SÃ.
(págs. 158 y s.)
© 2015 Edition Atelier, Viena
© de la traducción Richard Gross, 2016
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