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Anna Mitgutsch: Die Annäherung.

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[La aproximación]

Muestra de texto

Reseña

Pasamos la tarde al aire libre, ya de pie, ya sentados, y la educada conversación común se fue desflecando en conversaciones de grupos, en un murmullo y zumbido de voces al que papá asistía impasible. Pero luego, de forma inopinada, se hizo notar con un grito encarnizado: ¿Es que mi muerte os resulta demasiado lenta? Una airada sublevación contra la pregunta que todos abrigaban en secreto pero que habrían rechazado con escándalo: ¿A qué edad quiere llegar?Papá está ensayando la revuelta, dije a Edgar y prorrumpí en risa.¿Acaso se convertía, a su avanzada edad, en un rebelde que por fin se atrevía a defenderse? Notaba yo desde hacía un tiempo que repelía los desmanes de su mujer con una contundencia a la que ella no estaba acostumbrada. La mayoría de las veces la mujer se resignaba meneando la cabeza y mascullando con fastidio. Durante su vida entera papá había procurado obrar a gusto de todos, incluso asumía los errores ajenos, no había nacido con el don de defenderse y de reclamar sus derechos. Y ahora, de pronto, pasaba de los sentimientos de los demás y se insubordinaba, ahora que ya nadie lo tomaba en serio. Y luego ese estallido por su pasado en la guerra ante aquellos invitados que en el fondo le importaban un bledo. Ese comportamiento no cuadraba con él. ¿Pretendía acaso hacer una autoacusación, una confesión tardía, o buscaba protagonismo? ¿Creía revelar crímenes de los que nadie sabía?Cuarenta años atrás, yo quería llevarle la contraria: Di la verdad, la conoces. Dices que estuviste ahí, entonces también sabes que el colaboracionismo de los nacionalistas ucranianos os venía al pelo, que os saludaban como amigos porque asesinabais a sus judíos. Pero esta vez callé. ¿Iba a dar lecciones a un viejo de noventa y siete años? Era otra la pregunta que me ocupaba. ¿No decía la verdad por convicción o por ignorancia? ¿También en nuestras conversaciones tempranas había torcido la verdad según le convenía? ¿Y quién era el destinatario de su insólita vehemencia? ¿Me reprendía a mí por haber atacado a Ludmila? ¿Quería decirme: sea cual sea la verdad, puedes juzgarme a mí pero no a Ludmila ni a su gente, antes prefiero asumir yo la culpa? Su ajuste de cuentas con los camaradas del frente, ¿incluía a su propia persona? No recuerdo que jamás dijera nosotros cuando hablaba de sus fechorías. Observé cómo le temblaban las aletas de la nariz y su boca se contraía como después de una ofensa. Conozco su cara, he tenido cuatro décadas para estudiarla, y vi cómo el cuerpo se le estremecía bajo la vestimenta demasiado suelta. Noté la hostilidad de una parte de los invitados y la perplejidad de la otra. Si me quedaba, ya no habría lugar para una conversación distendida. Crucé una mirada con Edgar y afirmé con la cabeza: es hora de irse. Me incliné hacia papá y susurré deprisa: Te quiero. Sabía que él no podía oírme porque desde el ictus no captaba las palabras dichas con la boca ladeada. Me habría faltado el valor para decirlo en voz alta, y tampoco estaba segura de que él quisiera oírlo. No reaccionó, quizá ni siquiera se daba cuenta de que partíamos.Espero que ahora todos puedan relajarse, dijo Edgar cuando estábamos en el coche. Ese pequeño discurso iba para ti, quería demostrarte su valentía.Me pareció un actor que ha aprendido mal su papel. Más bien creo que quiso demostrarle a Ludmila que estaba dispuesto a protegerla de mí, de cualquier sospecha, incluso de la verdad. Los alemanes no necesitaban cómplices para sus crímenes, era eso lo que quería decir. No es cierto, y él lo sabe.Eres injusta, replicó Edgar. Los hombres de su generación nunca se armarán de valor para contarlo como cuentan otras cosas de su vida. Lo que ahora no sabes, él nunca te lo dirá.

(pp. 287-289)
© 2016, Luchterhand Literaturverlag, Múnich

Traducido por Richard Gross

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